jueves, 14 de noviembre de 2013

Sister. El niño de los esquíes.




Dicen los hermanos Dardenne que a ellos les gusta filmar “todo aquello que no se quiere ver”. Su tipo de cine se caracteriza por mostrar la cotidianidad de esas personas en situación de exclusión social, como son los ladrones o los pobres. Una realidad social dura y cruda, retratada con un estilo sin adulterar, directo, casi documental. Y la franco-suiza Ursula Meier ha captado esta esencia en sus películas. La última, Sister, es digna heredera de los hermanos belgas. Un tipo de cine esencial para comprender realidades sociales marginales, que te obliga a reflexionar a través de la sinceridad de las historias y la honestidad de sus personajes. Si uno piensa en Suiza, no puede evitar asociarlo al mito de ser un país próspero. Pero Meier pone el dedo en la llaga para mostrarnos minuciosamente su otra cara: la vida de un pequeño ladrón, de un niño pobre en un país de ricos; el contraste -literalmente- entre los de arriba y los de abajo.

Simon es un niño de doce años proveniente de una familia pobre y desestructurada. Va contando por ahí que sus padres murieron en un accidente de tráfico. Vive con su hermana en un edificio gris, feo y deprimente a las faldas de una lujosa estación de esquí. Como su hermana prefiere salir por ahí con hombres en vez de trabajar, él se ve obligado a subir a la montaña para robar a los turistas sus carísimas equipaciones de esquí, que luego revenderá para subsistir y mantener su pequeño núcleo familiar unido. Simon ha tenido que sacrificar su infancia, su inocencia, y madurar con precocidad. Es un niño solitario, un superviviente nato, quien se ha visto obligado a delinquir para subsistir. Su hermana y él tienen una relación complicada y dependiente. Ella necesita el dinero que el niño consigue gracias a sus robos y él sólo anhela un poco de cariño, aunque tenga que comprarlo. Sólo a mitad de película, una revelación nos hará comprender el porqué de esa relación con su hermana y nos acercará aún más a su microuniverso.


Ursula Meier saca partido narrativo a la bidimensionalidad del espacio físico en el cual se desarrolla la historia. El teleférico sirve como nexo entre dos mundos diametralmente opuestos donde las desigualdades sociales se miden siempre entre los ricos (los de arriba) y los pobres (los de abajo). Arriba hay luz y vitalidad; abajo, barro y desolación. La directora explica que la búsqueda intencionada de esta división es para entender que el corazón de la película se encuentra en las subidas y bajadas en la telecabina porque Simon aspira a ascender, a, algún día, salir de su precaria situación mientras que su hermana prefiere vivir en el día a día. El teleférico puede significar un punto de inflexión en sus vidas e, incluso, de redención.

Sí, tienen razón los hermanos Dardenne. Esta pertenece a ese tipo de historias que nadie quiere ver. Pero hay que verlas. No en vano, Mike Leigh -otro retratador frecuente de los problemas habituales de las clases medias – se inventó un premio, el Oso de Plata especial, para Sister en el festival de Berlín de 2012. Con su clara orientación social, Sister hará meditar sobre aquellos problemas invisibles pero presentes en toda sociedad. A través de los actos de Simon, encarnado con desparpajo y con una naturalidad casi hiriente por Kacey Mottet Klein, iremos haciéndonos cómplices de su lucha por sobrevivir en esa realidad tan fría y hostil como las montañas suizas. Por su parte, una bella y comedida Léa Seydoux pone el contrapunto femenino, cuya mayor baza es la mirada perdida y triste de un personaje que esconde todo el dolor de su pasado. Una película necesaria, sin duda.

7/10

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