Ya a finales de 2015 el
norteamericano de raíces indias, Aziz Ansari, había sorprendido con una
propuesta de inigualable frescura a todos esos usuarios de Netflix que nos
empezábamos a aburrir del camino dañinamente industrialista que dominaba el hacer televisivo de la plataforma. Con el antecedente de la “Unbrekeable
Kimmy Schmidt” de Tina Fey, Netflix construía, quizá sin darse cuenta, un nicho
para las comedias independientes que hoy se cuentan orgullosamente entre lo más
interesante que han dado en cuanto a producciones originales (“Easy” de David
Swanberg y “Lady Dynamite” de María Banford son imprescindibles para cualquier
seriéfilo). Sin los focos apuntando hacia ellas (Daredevil y demás series
superheroicas), sin la consigna de atraer mediante el impacto (13 Reasons Why),
sin la obligación de recuperar altísimos presupuestos (la malograda Sense8) y sin
grandes estudios de mercado delineando su desarrollo (Strangers Things), las
comedias de Netflix se centraron más en las inquietudes personales de sus
autores, las cuales las convirtieron en productos más minoritarios pero de
incontestable interés. Pero pocos podían prever que aquél germen plantado por
el comediante de origen indio, esa pequeña serie que hablaba de las relaciones
amorosas basado en la experiencia y vasto conocimiento del autor (escribió un
libro sobre el tema junto al sociólogo Eric Klinenberg) podía dar el salto
definitivo en cuanto a apuesta formal que necesitaba para ser reconocida como
fenómeno: el resultado es la primera obra maestra de Netflix y una ficción que
apunta seriamente a compartir el panteón junto a series como Los Sopranos.
Ya en los créditos
iniciales del primer episodio, Ansari te recuerda que no estás en una comedia
al uso. Esas campanas sonando en blanco y negro, esa puesta decididamente
neorrealista, esos espacios y gentes casi sacados de otro tiempo; el primer
episodio de Master of None es una muestra de la maestría que nos acompañará
durante 10 episodios, incluso cuando abandonemos Italia y la fotografía
recupere sus colores. Aquí, Ansari empieza a firmar su velada carta de amor al
cine y su decisión de tirar por la borda esa injustamente acusada austeridad
formal y narrativa que dominaba la primera temporada. La vida de Dev, este neoyorquino
de inconveniente etnia que intenta triunfar profesionalmente en el mundo del
espectáculo a la vez que busca reconstruir su vida sentimental, será reflejada
en una serie de pequeñas historias empaquetadas en los más diversos formatos narrativos: llegaremos
a tener un episodio de más de una hora (la mejor película romántica que el cine
independiente norteamericano dio en la década seguro) en que Ansari demostrará
que tiene la misma solvencia en tiempos largos que en cortos; tendremos un
capítulo coral donde Nueva York será la protagonista e incluso tendremos un
segmento protagonizado por un personaje sordo que transcurrirá durante unos 10
minutos en el más absoluto y envolvente de los silencios. Sí, Aziz Ansari viene
a reclamar el título de autor que algunos incautos no quisieron concederle hace
año y medio, y de paso demuestra ser un autorazo con todas las letras y las
mayúsculas.
Aun cuando la construcción
que Ansari hace del personaje de Dev, muy deudora del origen ‘standupero’ del
autor, no parece ser del agrado de todo el mundo, no se puede negar la cualidad
de filósofo especializado que tiene el comediante indio en cada uno de los
temas que trata. Si lo has subestimado en el pasado, te has equivocado: Anzari
no sólo sabe de lo que habla, sino que hoy me parece uno de los escritores más
capacitados para llevar a pantalla el dificilísimo tema de la evolución de las
relaciones familiares y amorosas en un mundo de diversidad cultural y racial
como el nuestro. Más aún, es una mente sensible a las cuestiones de género y su
aporte intelectual al mundo de las relaciones en un contexto de progresiva liberación
sexual y sentimental de la mujer es casi tan grande como la capacidad que tiene
de plasmarlo en un guion de 30 minutos que no contiene una sola línea de discurso
expositivo. Muy probablemente marcado por sus experiencias personales, unos de
los temas troncales de Master of None es la dificultad que encuentra el género
masculino, ya desechada su condición de colectivo privilegiado, para adaptarse
a las nuevas condiciones que la modernidad amorosa impone.
La galería de personajes diversos que escapan a la normatividad nos llevan de la mano por diversos problemas de la vida moderna, donde la relación con un mundo tradicional preexistente y en vías de extinción es un elemento de constanste presencia: Hombres dominantes que deben enfrentar las decisiones de su ex-pareja, homosexuales que deben enfrentar a sus padres o jóvenes que necesitan despegarse de las tradiciones religiosas que pretenden imponerse como elementos identitarios de la propia etnia. Master of None es revolucionaria, pero no le interesa mandar un mensaje incendiario contra las viejas ideas sino mostrar momentos de la cotidianeidad en que los dos mundos se encuentran y conviven, más allá que no siempre se da de maneras fáciles y pacíficas. Ansari logra que su discurso estudiado y preciso nunca aparezca por encima de los personajes, los verdaderos amos del show debido al cuidadoso detalle y profundidad que tiene hasta el más insignificante de todos ellos. Así, Master of None cosecha logros en un terreno en que una de sus hermanas, 13 Reasons Why, tambaleaba este año: confía que el desarrollo dramático propuesto disponga al público a pensar en los temas presentados sin que estos tomen una abusiva sobre-exposición en pantalla, aunque también la ayuda que sus temas sean mucho menos incendiarios que los de aquella.
El racismo siempre
limitante, la vampírica naturaleza de la industria del entretenimiento y la
creciente dificultad para relacionarse con el género opuesto; son todos
elementos que dibujan el carácter inevitablemente trágico de un personaje principal que
busca desesperadamente y sin éxito a la mujer que lo complete y a la vida de
estrella por la que tanto lucha. Aun cuando el final de esta temporada ha sido
más sombrío de lo esperado, podemos intuir que Dev es un personaje que siempre
se repone y al que el fracaso nunca lo detiene. Él sonríe a la vida y nos
demuestra que la misma es un aprendizaje constante, que nunca somos ni seremos
expertos ni dominadores de esa inabarcable masa de seres diversos que nos
rodean, y mucho menos de las formas en que se relacionan.
Que en un año en que
el formalismo vacío de series como American Gods, la ficción de ese bastardo y
deforme hijo de David Lynch que es Bryan Fuller, querían mostrarse a la
vanguardia de la televisión, una serie como Master of None que se desmarca de
la industria de esta manera y que vuelve por el espíritu perdido de aquellos
inocentes orígenes de la televisión noventera, es una experiencia más que terapéutica
para el televidente agotado. Y que haya salido de una de las industrias más rígidas
como lo es Netflix, acrecienta el sentimiento romántico de equivocación que me transmite
la ficción: Master of None es un pequeño error en el sistema.
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