Título original:
Jeannette, l'enfance de Jeanne d'Arc
Año:
2017
Fecha de estreno:
16 de Marzo de 2018
Duración:
115 min
País:
Francia
Director:
Bruno Dumont
Reparto:
Aline Charles, Jeanne Voisin, Lise Leplat Prudhomme, Lucile Gauthier,Victoria Lefebvre
Distribuidora:
La Aventura Audiovisual
Un nuevo Cannes se
acerca. Pronto conoceremos una nueva selección de aquél que no ha dejado de ser
el más importante festival de cine del mundo, a pesar de que el concepto de
“cine importante” hace tiempo que se separó irreconciliablemente del de buen
cine. Hoy nos toca hablar de la tardíamente estrenada Jeannette, y es imposible
abordar su análisis sin pensar en torno a la ausencia de su director, el cada
vez más inclasificable Bruno Dumont, de las principales listas que se animan a
predecir las seleccionadas al gran festival. ¿Cuánto tuvo que ver la
incomodidad generada por este deforme y poco glamoroso musical con el hecho de que Dumont haya desaparecido de la mira de un festival del que supo ser niño mimado? La particularidad de Jeannette
como obra y el momento específico en que se estrena, nos empuja a reflexionar
un poco sobre el lugar que ocupa en este momento histórico del cine europeo.
Decía San Agustín
que el que canta, ora dos veces; por eso debemos entender que una película que
adapta la infancia de la famosa Juana de Arco desde un texto tan espiritual
como el del poeta Charles Peguy no podía ser otra cosa que un musical. Y es que
“El misterio de la caridad de Juana de Arco”, el texto del que salen la mayoría
de los diálogos casi textuales, es una plegaria constante de una Juana asaltada
por la duda y la desesperación que pretende figurar el momento más oscuro en
que todo cristiano duda de su fe por lo terrible de las circunstancias. A Dumont
no le tiembla la mano a la hora de adaptar esto tal cual pero resulta evidente
que la Juana de Peguy le reza a un Dios muy diferente que la de su contraparte
cinematográfica. La última gran obra del director de “La Vida de Jesús”
reemplaza el órgano por las guitarras eléctricas, el gregoriano por distintos
estilos de hardrock y todo el conjunto de expresiones corporales que acompañan
la oración por un ballet experimental coreografiado por Philippe Decouflé, un
coreógrafo cuya visión estética emparenta tanto con los nuevos caminos elegidos
por Dumont que se hace difícil pensar que será la última vez que trabajen
juntos. Así es como Jeannette logra ser irreverente y blasfema sin modificar ni
una letra del texto original: no se busca quitarle la religiosidad a la historia
de Juana, sino cambiar el destino hacia el que esa religiosidad la lleva. De esta manera la obra se vuelve escurridiza e incómoda a los ojos de un espectador muy acostumbrado a planteos obvios y gruesos (y no, no me refiero a la fauna habitual de las salas comerciales, sino al publico de festivales, tan adicto a celebrar planteos de infantil nihilismo como grandes reflexiones sobre el mundo).
Si hay un motivo
por el cual la historia de Juana de Arco es una de las más adaptadas por el
cine de todos los tiempos, es por lo fácil que es actualizar las ideas en torno
a las que trata: que la santa sea una mujer guerrera que rompe todo un status
quo por orden de Dios, es una historia ambigua e incómoda de contar en un
entorno conservador como suele ser la iglesia. Por ello es favorita a la hora
de crear tanto épicas modernas, como críticas a un sistema de creencias. A Dumont
le interesa, como a todos, retomar estas ideas claves y polémicas del mito de Juana
y en “Jeannette” aparecen como el principal manifiesto político de la obra. El
rezo de Dumont a este Dios indeterminado no pretende ser un rezo políticamente estéril,
sino un plan de acción: a la manera misma en que Juana no se contentaba con esa
oración de iglesia que la destinaba a la espera resignada, alejada del foco del
problema, Dumont parece advertir a sus pares sobre los peligros de la comodidad creativa. Hay un claro mensaje aquí a toda esa tradición (?) de cine europeo
que desde el lejano púlpito de un intelectual iluminado habla de los problemas
del mundo sin ser del todo consciente de lo pueril de sus planteos políticos. Y
sin embargo, no todo es triunfo en la película de Dumont: el principal fracaso
es terminar enredado en lo mismo que se cuestiona, pues donde el director logra
subvertir la religiosidad pasiva del texto de Peguy, nunca logra superar el
discurso meritocrático al que la figura de la santa elegida por Dios lo lleva
inevitablemente. Si la idea de Dumont es cuestionar a los grandes predicadores
del cine actual (Los Ostlund y los Lanthimos, por ponerles nombre) para ocupar
su lugar como “el iluminado”, su cine seguirá estando más cerca del de ellos
que del de Kaurismaki, por poner otro nombre.
Tal es el destino
de culto de esta obra inclasificable, que ya hay quien pide secuelas. Aunque estamos
en una época en que la idea de “saga”, “secuela” y “serialización” han mutado de forma circunstancial en mala palabra, que el último viraje de Dumont sea hacia una estética más cercana al
cómic no vuelve descabellada esta opción. Ciertamente una nueva entrega de las
aventuras de su Juana de Arco nos ayudaría a revelar las fundamentales
incógnitas que nos plantea el cineasta. ¿Hacia dónde va su cine? ¿Encontrará finalmente
al colectivo en sus historias o terminaremos cayendo en cuenta que el Dios de
su Jeannette no es el del cine sino él mismo? Este año su secuela de las
aventuras de Quinquin podría acercarnos a una respuesta.
8/10
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