miércoles, 6 de septiembre de 2017

Twin Peaks: The Return. La historia del autor que batió a la industria





El domingo 3 de septiembre se terminó Twin Peaks, o eso creemos por ahora. Por lo menos aconteció eso que en los universos lyncheanos podemos asimilar como una conclusión, aunque en el fondo sepamos que las palabras ‘comienzo’ o ‘final’ son conceptos demasiado cuadriculados y limitados como para impostarlos en obras tan trasgresoras como las de este autor. Si bien no se niega que la audiencia que ha tenido Twin Peaks no ha sido masiva, no es menos cierto que el final de la ficción de Lynch deja un hueco difícil de llenar para la programación televisiva mundial. No parece que vayamos a ver nada igual jamás, ni siquiera algo remotamente parecido en el corto plazo: como en los noventa, aunque a Lynch se le adjudique con imprecisión la paternidad de nuestra actual televisión (ya argumentamos esto en nuestro primer acercamiento a la serie), su trabajo vuelve a ser una rara avis incapaz de echar raíces y generar escuela. Es apenas (y no es poco) un personal triunfo del autor sobre la lógica industrial en medio de una guerra perdida; y dicha victoria no tiene más valor (y de nuevo, no es poco) que la alegría que nos da a todos sus seguidores que una obra que siempre estuvo signada por la censura, los recortes y la imposición de los de arriba, haya podido tener un revival tan triunfal, tan libre y tan transgresor como el que hemos presenciado en este 2017. Con eso nos quedamos y con la plena conciencia de haber sido contemporáneos de un hito audiovisual, privilegio que nuestros sucesores envidiarán en las décadas siguientes.

Analizamos hoy lo que nos deja esta temporada con nuestro estilo libre de spoilers y centrándonos siempre en los elementos característicos de la serie como obra. Me niego de momento a entrar en la discusión obsesiva acerca de la significación de la ficción, ya que nunca me ha interesado demasiado y dudo que sea lo más interesante que deja la serie. 

Al igual que lo hizo en los 90, a Lynch no se le escapa en este revival su necesidad de desafiar al televidente y a sus vicios adquiridos. Las primeras temporadas encontraron a un público muy virgen, acostumbrado a las telenovelas y a series policiales livianas, que fueron fácilmente puestos en jaque con la oscuridad y perversión que Lynch le imprimía a su historia desde la propia puesta en escena y la construcción de sus personajes. El televidente de 2017 era un hueso más duro de roer, pues su hábitat natural ha sido desde siempre este tiempo auto-proclamado como ‘Era Dorada de las Series’ y es un público con un fuerte auto-convencimiento de que los productos que consume son productos de calidad. Desde este punto de vista, la forma en que la obra de Lynch interpela a estos televidentes es muy interesante y digno de estudio, logrando desde mi punto de vista revelar mucho de la farsa que se oculta detrás del barniz de ‘producción de calidad’ que la industria televisiva ha logrado imponer en la mente del consumidor. Si hace 27 años Lynch incomodaba con oscuridad, alucinadas escenas oníricas y actores que portaban bellezas alejadas de lo normativo, hoy te incomoda desarmando la lógica lineal de narración, desordenando temporalmente los hechos, destrozando la norma de verosimilitud que parecía inherente al uso del CGI y asesinando la voluntad totalitaria del espectador obseso por controlar hasta el último detalle de la historia. Como en Inland Empire, la obra definitiva de Lynch, a Twin Peaks no la regula los límites de la lógica establecida.



En Twin Peaks hay dos historias superpuestas. A muchos les atrae preferencialmente la trama policial y sobrenatural que se ha ido tejiendo a lo largo de los años con las investigaciones paranormales del FBI, el Black Lodge, los espíritus malos y buenos; y parece frustrarles el hecho de que a Lynch le importe bastante poco contar esa historia en las 18 horas de material filmado. El libro de Mark Frost parece condensar bastante bien esa historia de ciencia ficción que en la serie vislumbramos en un desconcertante segundo plano. A Lynch, por supuesto, no le interesa crear su particular X Files, ni limitarse a darle imagen a los hechos que relata Frost en el libro. La serie es un relato que impone unos tiempos desconocidos para la televisión, interesado en un puñado de personajes que representan mejor las obsesiones temáticas y artísticas del autor, y que muchas veces pone el foco aleatoriamente en situaciones o personajes que no tienen demasiada relevancia para lo que parece ser el relato principal. Pero he ahí el dilema, ¿Cuál es el hilo argumentativo principal? No es tan fácil responder esta pregunta. Si para muchos la muerte de Laura Palmer había sido por años el hilo conductor de la serie, desde el capítulo 2x10 en que Lynch se vio obligado a revelar la identidad del asesino, nunca quedó claro hacia dónde estábamos yendo luego. A eso le sumamos la amorfa estructura que el autor decide darle a esta tercera temporada, que conspira constantemente contra la posibilidad de descubrir qué es lo que se nos cuenta. Aunque en los capítulos finales se hace patente por dónde está encarando Lynch esta historia, la indeterminación que domina las primeras 16 horas y la cantidad de cosas que quedan en el aire tienen tal peso que la pregunta obvia se impone: ¿Es útil analizar la serie a partir de los conceptos rígidos que habitualmente aplicamos a la ficción? ¿No conviene abrazar la experiencia y desligarnos de una buena vez de las cadenas impuestas por la apariencia de ficción convencional que la serie tenía en los 90? Y es que me da la sensación de que los que más problemas han tenido con el revival de Twin Peaks son aquellos que no han logrado entender la fuerza destructiva de la película Fire Walk With Me para con los límites narrativos de la serie original; o quizá también son aquellos que sí lo entendieron pero decidieron rechazar la precuela por la forma en que rompía definitivamente con la serie que amaban, aquellos que prefierieron la comodidad del idilio noventero. Así, para muchos fans de la serie, la nueva temporada no podía ser otra que una monstruosidad inabarcable. Lynch tampoco intenta recuperarlos, sino que va imponiendo aún más distancia cuando decide juguetear con algunos de los clichés de las series de televisión: ¿Recuerdan el cliffhanger del final de la primera temporada? Ahí, Lynch parodiaba un cliché común de los policiales televisivos de la época y generaba una feroz espectativa que con el inicio de la segunda temporada echaría por tierra con una salida completamente inesperada. Aquél famoso suceso quedaría en la nada y esa gran broma tendría en el revival un glorioso remake con el cliffhanger del episodio 16, el cual apuntaba a resolver uno de los grandes misterios de la temporada y sin embargo no sería siquiera mencionado en el doble capítulo final. Una vez más, los obsesos del misterio convencional quedaron en fuera de juego: los caminos de Lynch son siempre inescrutables.



Es evidente que Twin Peaks es una serie de momentos, de pequeñas situaciones, de diálogos calculados, de alocadas secuencias fantásticas; las cuales sólo tienen unidad respondiendo a una lógica tan personal que es casi imposible de aprehender. Difícil disfrutarla si nuestra intención era llegar al final con la historia resuelta: En algún momento pensé que un final para Twin Peaks a lo Blue Velvet sería hermoso, pero esos eran otros tiempos y las búsquedas del autor han evolucionado y caminado hacia otros lugares. El Lynch post-Inland Empire no puede volver a las lógicas narrativas clásicas que él mismo derrumbó. Eso sería un retroceso como creador. Hoy, lejos de pretender poder descifrar todos los secretos de una obra sin años de estudio en torno a ella, la mejor forma de acercarse a esta Twin Peaks es abierto a disfrutar esos momentos de cine inclasificable que nos ofrece: esa iconografía fuertemente inspirada en la obra de René Magritte y de varios otros pintores, la oscura revisita al Árbol de la Vida que nos propone el dichoso episodio 8, el mini-remake clandestino de Mullholland Drive que habita en lo profundo de la trama del querido personaje de Audrey Horne, la forma magnífica de edificar la intriga en torno de episodios aislados y extraños que involucran a personajes esporádicos. Todo ello y mucho más hacen de la serie una experiencia tan disfrutable que la dificultad o ‘imposibilidad’ de conocer sus secretos a fondo resulta casi una nimiedad. Twin Peaks nunca se presenta como un puzzle a resolver por lo que buscarle respuestas a una pregunta que la obra no te impone es un acto que roza la necedad.



La imagen de Lynch hace unos años poniendo de rodillas a Showtime y logrando imponer sus condiciones para este revival es la imagen con la que elijo quedarme: el autor que peleó contra la industria y vivió para contar su triunfal historia. El resultado ha sido una obra maestra colosal que muy probablemente irá creciendo con los años hasta ocupar el lugar que merece en la historia audiovisual y que irá revelando innumerables virtudes es nuestras futuras revisiones, pues no hay obra de Lynch que se agote en su primer visionado. ¿Qué le queda a la televisión a partir de ahora? A los que no han vivido esta experiencia (ya sea por desconocimiento o desinterés) no les importará mucho, pero a los que vieron esta temporada y, particularmente, al televidente melancólico como yo que muchas veces se queja más de lo que disfruta (aunque secretamente disfrute más de lo que se queja) le va a costar horrores volver a acostumbrarse al ritmo vertiginoso y efímero de la producción televisiva. En el horizonte, sólo la secuela de P'tit Quinquin, ‘Coin Coin et les Z’Inhumans’, a cargo del inclasificable Bruno Dumont se presenta como lo más extravagante y contra normativo que ofrecerá la televisión a futuro. Eso a menos que Lynch decida que no ha contado todo en el universo de Twin Peaks. Soñar es gratis y muy propio de este universo.



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